Hace ya unos cuantos
años, más de los que podáis imaginar- para poner una fecha, alrededor de 1920- un señor irlandés amante
de la cerveza y de la música tradicional, algo greñudo y duro de pelar, llamado
Hank Westoning encontró mientras caminaba por la calle un pequeño pajarillo de
los que se rezagan siempre que tienen que emigrar y se pierden solos. Hank lo
encontró en el suelo, con una alita rota, desvalido y herido. Los agudos oídos de Hank oyeron como el pajarillo profería
un ruidito desesperado. Quería volar, volver con su bandada de pájaros hacia el
calor, y alejarse del gélido frío de los países bajos. Diríase que el hombre
irlandés podía comprender al animalillo, pues con minucioso cuidado lo recogió
del frío y duro suelo y lo achuchó entre sus grandes y arrugadas manos. Lo
llevó hasta su casa, perseguido por un deseo inconsciente de protegerlo, de
salvaguardarlo de los peligros que acechaban en la calle. ¿Y si venía un
depredador y se lo zampaba? Las calles estaban repletas de perros malolientes y
abandonados por sus amos que jugaban con cualquier cosa que encontraran. Y un
pajarillo era carne de cañón, nunca mejor dicho. La cuestión es que Hank lo
cuidó como si de una persona se tratara. Eso sí, una persona pequeñita y que no
sabe hablar. Un Umpa-lumpa, por ejemplo. El pajarillo se fue recuperando
gracias a los cuidados de nuestro amigo irlandés, y en cuestión de semanas ya
volaba por el salón de Hank, haciendo piruetas, y movimientos giratorios que
ponían a Hank de muy buen humor. Un día, era miércoles, un soleado y bonito
miércoles de abril, el hombre encontró a Piddy- así es como apodó al
animalillo- en el alféizar de la ventana, golpeando con su pequeñito pico el
cristal. Hank lo observó con el rostro triste unos instantes, con el rostro de
quien ha perdido el regalo de reyes, y tras pensarlo muy bien, decidió que
debía dejar que Piddy se marchara. Él quería volar, ser libre, volver con su
bandada de pájaros y recorrer el mundo desde las alturas. Así que lentamente
abrió la ventana y el pajarillo salió volando, sin mirar atrás, hacia un cielo
cubierto por espumosas nubes blancas de formas dispares.
Muchas veces, cuando
encontramos a alguien que nos comprende, y al que comprendemos, lo agarramos
con tanto vigor y firmeza que no nos damos cuenta de que no puede respirar. Y
duele, duele dejarlo marchar, dejar que vuele, porque eso significa que
nosotros también debemos volar, dejar el nido y nuestros miedos atrás y
enfrentarnos a un cielo incierto y desconocido que no sabemos lo que nos
deparará. Pero aun así, debemos hacerlo. Volar, y dejar que los otros vuelen
también.
Hoy yo rescato este rincón de memorias olvidadas que se hundió hace meses...Y algún día, también lo djaré volar, pero para eso aún falta mucho tiempo...