Algo me llama la atención. Una dulce melodía suena, suave y melódica, conozco esa melodía. Es una canción de Beethoven tocada a piano, una de mis favoritas.
Algo me empuja a ir hacia la música, para escucharla más fuerte, para ver de donde proviene tan maravillosa sinfonía.
Mi caminar es inseguro, pero ágil. No siento el suelo frío bajo mis pies, y aunque no hay sol, la temperatura te permite salir en tirantes. Aunque, ¿hay temperatura en este sitio? ¿Los muertos sentimos frío o calor? Cuánto debo aprender.
Guiada por el sonido de la música, me adentro en aquel montón de calles.
Parece un cuento, un cuento de fantasía.
La música cada vez suena más fuerte.
Me detengo en frente de una casa. Como todas las demás, es una casa de color blanco, pequeña, como las casitas de muñecas con las que jugaba cuando era pequeña.
Todo es tan limpio, tan puro, tan perfecto…
La música proviene del interior de esa casa.
Busco una ventana y al encontrarla, me asomo para ver el interior.
Un gran piano plateado ocupa el centro de la estancia y sentado en él, el ser más perfecto que he visto y veré jamás. Un ángel caído del cielo, literalmente.
Su cuerpo al igual que el mío, es de un color translúcido plateado y azul.
También viste una túnica blanca.
Su rostro es el más hermoso que he visto jamás. No se asemeja a cualquier otro.
Su pelo rubio como el sol, brilla deslumbrante. Lo lleva corto, y su flequillo, hacia al lado.
Sus ojos son también como los míos, color plateado, pero sus labios se acercan más al rosado.
Puedo ver como mueve los dedos por encima de las teclas, rápidamente, sin perder la concentración.
Ni el vuelo de una mosca puede perturbar el encanto que le envuelve.
Pero yo tengo noventa y ocho años, aunque físicamente no lo parezca, y él adivino que unos dieciocho.
No sé cuanto tiempo pasa, solo sé que cuando me doy cuenta, la negra noche cubre el cielo.
¿A dónde voy? ¿Qué se supone que debo hacer?
En ese momento, alguien toca mi espalda, suavemente.
Me giro torpemente para ver el rostro del desconocido.
Antes de que me acabe de girar, el desconocido dice:
-¿Quién eres?
Su rostro es hermosamente aterrador. Solo de verlo, una sensación extraña se adentra por mi cuerpo, como una rápida quemazón.
Su pelo negro como el azabache le cae sobre los hombros, su cuerpo es igual que el mío, solo con una excepción. Los ojos. Sus ojos relucen violeta oscuro. Esta combinación provoca mi pánico.
-Catherine MacGray.- respondo, intentando recobrar la palabra.
El hombre desconocido saca del bolsillo de su túnica blanca, un largo pergamino, y lo revisa de arriba abajo.
Asiente para si mismo y vuelve a fijar su penetrante mirada en mí.
-Sígueme.- masculla, con una sobria sonrisa de suficiencia en la voz.
Yo, sin saber que hacer, y perdida como estoy, le sigo.
Empezamos a caminar rápidamente, sin parar.
Observo como las casas, blancas, se han cubierto de gris, gracias a la negror de la noche.
Nos adentramos de pleno en el pueblo, lo travesamos todo y al fin, llegamos a la otra punta.
Delante de nosotros se abre una gran plaza de piedra, sin rastro de vegetación, solo un edificio más oscuro, al cual nos dirigimos. Tengo miedo a pronunciar palabra alguna, ya que aún no me siento demasiado fuerte como para lo que pueda pasarme si digo algo.
Con cada paso que damos, mi cuerpo siente más calor. Ahora ya tengo la respuesta a una de las muchas dudas que azotan mi cabeza. En este lugar si que hay temperatura.
Me siento fatigada y cansada.
Llegamos delante de la puerta del edificio, ya más cerca, puedo distinguir que las paredes son moradas, y la puerta negra, a hierro blindado.
Mi acompañante abre la puerta, sin ninguna dificultad. Mis ojos se abren como platos al contemplar el espectáculo que proviene del interior.
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