Me abracé el cuerpo con las mangas de mi jersey de lana rosa. El cielo oscurecía en Nueva York. Un azul casi eléctrico predecía tormenta. Aceleré el paso. A mí alrededor, todo parecía ir a cámara lenta. La gente, los coches, las luces de las grandes pantallas publicitarias…Una visión distorsionada de la realidad. Y en el centro estaba yo. No podía dejar de pensar en cómo Jared se había despedido de mí. Con un simple beso en la mejilla. ¿Eso es todo lo que significaba para él? Un estúpido beso en la mejilla. Pensaba, y tal vez era ingenua por hacerlo, que después de todo lo que habíamos pasado, éramos algo más. Los chicos son tan idiotas…
Tenía que llegar a casa rápido. Mi madre me mataría. En teoría, tenía que llegar a las diez, y eran las once. Pero había valido la pena, pensé. Pasar ese rato con Jared, pasar el rato que fuera, donde fuera y como fuera. Lo quería. Sentía ese cosquilleo ridículo en el estomago, el que describían todos esos libros que leía cada noche en la cama.
Al fin divisé los altos y viejos edificios de Brooklyn. Olí el fuerte olor a neón y carbón de la carretera, mezclado con un extraño olor a comida italiana. Era un olor muy extraño. Pero era mi olor. Amaba Brooklyn. Sus calles estrechas, sus edificios marrones y estropeados, ese aura mágico de arte, de creatividad…
Entrar en Brooklyn, era como sentirme en casa. Conocía todas las calles, los callejones y los rincones escondidos. Era para mí la pequeña ciudad- dentro de Nueva York- donde el arte era el aire que se respiraba. Un grupo de chicos bailaban una especie de hip-hop, con una estridente música proveniente de sus móviles. Al otro lado de la calle, bajo el edificio donde vivía George Flint, un pintor bohemio, se encontraba el mejor restaurante italiano de Nueva York, y según mi humilde opinión de experta en gastronomía italiana, del mundo.
Con un ambiente cálido, Rafael Giotto, preparaba los mejores espaguetis a la boloñesa.
Y, dos calles mas adelante, en un edificio de tachuelas rojas, con una escalera de incendios medio rota, estaba mi casa.
Vivía en el tercer piso. Desde la acera, vislumbré una pequeña luz proveniente de la ventana de la habitación de mis padres. Estaban en casa. Y yo también.
Tenía que llegar a casa rápido. Mi madre me mataría. En teoría, tenía que llegar a las diez, y eran las once. Pero había valido la pena, pensé. Pasar ese rato con Jared, pasar el rato que fuera, donde fuera y como fuera. Lo quería. Sentía ese cosquilleo ridículo en el estomago, el que describían todos esos libros que leía cada noche en la cama.
Al fin divisé los altos y viejos edificios de Brooklyn. Olí el fuerte olor a neón y carbón de la carretera, mezclado con un extraño olor a comida italiana. Era un olor muy extraño. Pero era mi olor. Amaba Brooklyn. Sus calles estrechas, sus edificios marrones y estropeados, ese aura mágico de arte, de creatividad…
Entrar en Brooklyn, era como sentirme en casa. Conocía todas las calles, los callejones y los rincones escondidos. Era para mí la pequeña ciudad- dentro de Nueva York- donde el arte era el aire que se respiraba. Un grupo de chicos bailaban una especie de hip-hop, con una estridente música proveniente de sus móviles. Al otro lado de la calle, bajo el edificio donde vivía George Flint, un pintor bohemio, se encontraba el mejor restaurante italiano de Nueva York, y según mi humilde opinión de experta en gastronomía italiana, del mundo.
Con un ambiente cálido, Rafael Giotto, preparaba los mejores espaguetis a la boloñesa.
Y, dos calles mas adelante, en un edificio de tachuelas rojas, con una escalera de incendios medio rota, estaba mi casa.
Vivía en el tercer piso. Desde la acera, vislumbré una pequeña luz proveniente de la ventana de la habitación de mis padres. Estaban en casa. Y yo también.
hola, solo pasaba a por aca como consecuencia de que buscaba en google images "callejones de brookly", en fin tu foto apareció en los resultados y en la descripción tu historia.
ResponderEliminarMe re-dirigio a acá, y bueno, muy linda historia :)